Me gustan los trenes de cercanías. Un billete barato y un banco de madera. Van parando en cada pueblo, aldea o apeadero; casi siempre con una puntualidad de reloj suizo. Sube y baja gente con cestas o mochilas, los sábados por la mañana, frescos y descansados, van a la casa de campo y los domingos por la noche, aire cansado y mochila llena, se incorporan a la gran ciudad. Otros, van cada día de casa al trabajo y del trabajo a casa.
Hay sábados en los que necesito huir. Escapar de la tensión, de una mala semana, de... Voy a una estación, compro un billete a cualquier parte y salgo corriendo. No busco el destino, disfruto del viaje. Me siento junto a la ventana y veo los árboles. A veces, oigo de pasada lo que hablan los del banco de detrás o compro unas medias o un helado o una revista a alguno de los vendedores que se suben en las estaciones y que proclaman su mercancía al principio del vagón. El maquinista va diciendo por el altavoz los nombres de cada una de las estaciones, con voz cansina, como sin poner atención. No leo, ni escucho música; simplemente, me dejo llevar.
Llego a mi destino, una ciudad pequeña o quizá un pueblo. Nada que ver con la capital, ni con los lugares turísticos. Me paro en el mercadillo que ha crecido en torno a la estación y compro agua. A veces, venden planos y me quedo con uno, otras no. Paseo por las calles, busco la iglesia o el edificio o el río. Asomo la nariz a las tiendas; algunas de ellas con el encanto de lo decadente, otras, a medio camino entre lo viejo y lo nuevo. Suelo comprar algo que no encontraría en la capital o que sería mucho más caro.
No paro a comer, compro cualquier cosa en una tienda. Sigo paseando, tranquilamente, sin prisa. Llega el momento de coger un tren de vuelta a casa. El vagón casi vacío, casi sin vida. Algún vendedor anuncia lápices para limpiar la plancha, o pilas, o revistas de crucigramas, o algo de comer o de beber. El conductor repite los nombres de las estaciones, con la misma voz cansina. Mi estación. Luces y jaleo. Llego a casa. Siento que el aire que me rodea pesa cinco kilos menos.
Que bueno es escaparse sin coche! Y disfrutar sin pensar en nada mas!
ResponderEliminarNo sabria ni como... Hace mil años que no monto en tren.
ResponderEliminarA veces, en este proceso de visitar blogs, tengo la suerte de encontrar algunos como el tuyo.
ResponderEliminarMe gusta ese tono intimista. Creo que con tu permiso voy a incorporar los viajes en trenes de cercanías como receta terapéutica. Disfrutar del viaje. Desconectar dejándose llevar.
Voy a leer el resto de entradas.
Un abrazo.
Es curioso, me ha encantado leer tu post. Tiene un punto de escape a ninguna parte que todos en algún momento necesitamos buscar.
ResponderEliminar¿Puedes creer que nunca he ido en tren? sí, cuando lo cuento la gente se sorprende. He ido en el AVE, pero me temo que no se puede comparar.
Cualquier día me lo impondré como tarea e iré aunque sea a Santiago de Compostela, es cerca y siempre una agradable visita.
besitos
Tom, esa es la clave: ¡no pensar en nada más!!!!
ResponderEliminarB.B. , siempre estás a tiempo de probar. Y, si no... estoy segura de que tienes otras recetas para desconectar que te funcionan igual de bien que a mí lo del cercanías.
ResponderEliminarWalden, muchas gracias. Es muy agradable leer elogios.
ResponderEliminar¡Otro abrazo!
Frabisa,
ResponderEliminar¿Nunca has ido en tren? bueno, lo del AVE no es lo mismo, pero sirve como comienzo. Imponerse como tarea ir a Santiago, sea en tren o en coche... es una buena idea. Nunca he estado, pero, si es como en las fotos...
Besos