Ahí estaba yo en la sala de espera del traumatólogo, en medio de una de esas ceremonias importantes que marcan para siempre: ponerme el zapato izquierdo. Ni siquiera quité los restos de yeso que me quedaban en el pie; me puse un calcetín encima. Metí la mano en la bolsa ... ¡que bonito era mi zapato! ... Empecé a sentir cómo algo firme y a la vez flexible arropaba mi pie. Por un instante ... me sentí Cenicienta.Y... yo que andaba hacía tiempo buscando el principio de un nuevo cuento en mi vida...

viernes, 22 de octubre de 2010

Cerca.




Insomnio. Todo oscuro y tranquilo. Los vecinos duermen. Un momento para cerrar los ojos y escucharme. Oigo unos pasos que se acercan. Contundentes; sin parar. Son unos zapatos con un tacón imposible. Cuando lleguen, me los pondré, son de mi número. Están aún un poco lejos; me levanto y voy al encuentro; no voy a esperar sentada.




No sé... tal vez a mí esto del atropello me ha descolocado algo en mi manera de pensar; creo que tal vez, cuando el coche me arrastró se me desencajó alguna pequeña pieza de la lógica ... es que... empiezo a creer que razono raro. El traumatólogo me ha dicho que iba bien, que me había librado de la cirugía y bla bla bla... Y yo... supongo que mis primeros pensamientos deberían haber sido de alegría por librarme de la operación y los malísimos meses de postoperatorio; o quizá haber sentido como mis esfuerzos (aguantando una medicación tan fuerte y ejecutando con precisión suiza cada una de las indicaciones del médico) han dado resultado; o tal vez pensar que en lo que todavía queda para acabar de curar... 

Pero no. ¡Lo primero que me ha pasado por la cabeza ha sido una imagen mía subida en unos tacones imposibles! Supongo que se me habrá puesto una sonrisa boba de felicidad. 

miércoles, 13 de octubre de 2010

En el coche de un desconocido.

Cuando era pequeña me decían lo de siempre: que no me metiese en un coche con desconocidos. Hace ya muchos años que no sigo este consejo; pero es que, en Paísadoptivo es una manera habitual de desplazarse; normalmente, en vez de un taxi, te para un coche particular: si le va bien el trayecto, acuerdas un precio (a veces, ni siquiera se acuerda, para algunos trayectos hay precios estándar) y te subes en el asiento de al lado del conductor. Éste suele ser un tipo más o menos hablador con el que no tienes problemas (dando por hecho que has evitado subirte al coche de alguien que te parezca raro, o que vaya bebido, o si van dos o más personas...) y que en general se comporta de manera educada y amable.  

Podría contar mucho acerca de mis trayectos en taxi privado y, excepto en dos ocasiones, todo bueno. He aprendido escuchando; me he reído; he hablado sin parar... He subido a tantos coches que ya ni me acuerdo de algunos; pero ¡cómo olvidar los más atípicos!

  • El que había cantado en un coro. Había viajado por muchos países, entre ellos, España. Acabó cantando para mí un magnífico estribillo de “Granada, tierra soñada”.
  • El chico guapo en descapotable rojo que apareció cuando mis cuatro bolsas del súper y yo llevábamos ya tanto rato esperando a poder parar un coche, que estuvimos a punto de subirnos las cinco al autobús (todo un príncipe que me salvó de subir con cuatro bolsas a un autobús que tiene la escalera alta, picar el billete con no sé qué mano, aguantar el trayecto de pie haciendo equilibrios con las bolsas y lograr bajar...no digo que no lo haya hecho alguna vez, pero si puedo evitarlo...).
  • El que, cuando yo estaba “luchando” con un envoltorio que no se dejaba abrir (unos cordones se empeñaban en hacérmelo imposible), en silencio, movió la mano hacia su puerta y, de la bolsa, sacó un cuchillo enoooorme que me acercó sin decir nada. ¡Era para que yo pudiese cortar los cordones! Simplemente... dí las gracias. ¡Qué amable!
  • El plasta que me invitaba a su casa y trataba de convencerme diciendo que ¡iba a ser rápido!!!!! (Eso sí, había botella de champán por medio) ¿Lo peor? Insistía en darme su móvil. ¿Lo más surrealista? ¡Volví a dar con él una segunda vez!
  • El que me llevó gratis. Que cómo iba a cobrarme si el ir hablando conmigo le había hecho el camino tan agradable.
  • El que fuimos casi todo el camino cantando. Era realmente divertido. Cantamos a medias un montón de estribillos de canciones.
  • El que sabía geografía española. ¡Una maravilla! Conocía unas cuantas ciudades españolas. La verdad es que semejante despliegue cultural en alguien tan joven... yo estaba gratamente impresionada. Tal debía ser mi cara de admiración que siguió diciendo nombres de ciudades hasta que llegó a “Celta de Vigo”. Aquí se cayó con todo el equipo (¡y nunca mejor dicho!). No tuvo más remedio que confesar el origen de sus lecciones de geografía. ¡Al menos tenía cultura futbolística! Algo es algo.
  • …(éste lo dejo en blanco; porque aquí tocaba una mala experiencia con una colisión de por medio; pero, como, inexplicablemente salí ilesa... ¡pasé página hace ya tiempo!).


    Julian Opie, Coches 

Cuando era pequeña me decían lo de siempre: que no me metiese en un coche con desconocidos. He tenido que llegar a mayor para comprender que el peligro es caprichoso y no aparece dónde se lo espera; sino dónde a él le da la gana. Huye de las situaciones en las que todos piensan que va a estar. Por otro lado, su manera de caminar por el lado salvaje es deslizarse sigilosamente en todo aquello que se considera objetivamente seguro y … sorprendernos.

    domingo, 10 de octubre de 2010

    En casa.

    La mía era una casa de final de los años cuarenta; una casa bonita, con peldaños anchos en la escalera y moldura en el techo del último piso; las zonas comunes, desvencijadas y mal cuidadas (como tantas casas viejas en Ciudadadoptiva) trataban de ocultar su encanto de tiempos pasados bajo capas de pintura verde oscuro. Vivía en el último piso, un cuarto sin ascensor. En mi rellano había una escalera de mano que llevaba hasta la buhardilla; una bombilla que siempre se fundía (yo era a la que casi siempre le tocaba ocuparse de llamar para que pusiesen una nueva) y unos cuantos trastos del vecino de enfrente.

    El piso no estaba mal del todo. Lo acababan de reformar; lo que significaba baño y cocina nuevos. Me gustaban las habitaciones, enormes y con techos altos, pintadas de colorines imposibles para nuestro gusto mediterráneo. Los muebles eran pocos y feos, pero sin estrenar, y, en una de las habitaciones, había una curiosa lámpara de pie de esas que no te deja indiferente. Tenía un balcón, que en invierno se llenaba de nieve y un pequeño trastero dentro del piso.  

    No habían puesto mucho esmero al realizar la instalación eléctrica. No había antena de televisión, así que tuve que hacerme con una de esas con forma de ventilador con cuernos, y, cada vez que la movía un poco al limpiar el polvo, se desconfiguraba. Y eso, por no hablar del diferencial que estaba en el vestíbulo: una auténtica pieza de anticuario. De vez en cuando, mi casa adquiría un aire romántico, iluminada con velas; hasta que, de repente, volvía la corriente eléctrica y estropeaba el momento. Un buen día, los caseros se decidieron a cambiar el diferencial y tengo que confesar que me quedé las piezas que quitaron; sé que suena extraño, pero es que eran una auténtica rareza, supongo que eran los de obra; al final, acabaron en manos de un amigo mío que, por alguna inexplicable razón, sintió por ellas un amor a primera vista. Los enchufes eran un tema aparte. Estaban medio sueltos. Tanto es así que desenchufar el frigorífico sin arrancar el enchufe de la pared era todo un arte.

    No vivía mal con mis colorines en las paredes y mi antena “ventilador con cuernos”. Al desenchufar algo, lo hacía con cuidado y, como siempre duermo con los ojos cerrados, la lámpara de pie no me causaba pesadillas.

    Los vecinos del rellano eran: el Siempre Borracho y su mujer; la Pareja Ruidosa y una Familia un tanto Peculiar. Y... yo misma, la rara de la planta: la Extranjera de pelo oscuro que vivía sola y que seguro que trabajaba como periodista (es curioso, mucha gente en Paísadoptivo cree que trabajo como periodista). Una mezcla heterogénea, pero, total, como no nos veíamos mucho... Además, ¡seguro que no fue ninguno de ellos el que me robó el felpudo nuevo!

    Nuestra armonía familiar se fue rompiendo poco a poco. A la Familia Peculiar le sustituyó una Nueva Familia enorme y también Peculiar. El Siempre Borracho y su mujer y la Pareja Ruidosa se fueron a la vez. Y la Extranjera de pelo oscuro hacía ya tiempo que había colocado la alfombrilla para limpiarse los zapatos dentro del piso. 

    Alguien compró los dos pisos vacíos: el del Siempre Borracho y el de los Ruidosos. El rellano estaba semivacío: los Nuevos Peculiares (gente oscura y de preguntas impertinentes), la Extranjera y las obras de los pisos desocupados. La bombilla se fundía a todas horas, más que nunca, y la Extranjera empezaba a darse cuenta de que resultaba inútil pasarse el tiempo llamando al Señor Manitas, porque cambiaba la bombilla por la tarde y, al día siguiente, cuando ella regresaba del trabajo, el rellano estaba otra vez oscuro. “Párate un momento, cuando llegues a la parte oscura; quédate quieta hasta que te acostumbres a la falta de luz y entonces podrás ver lo suficiente como para caminar con seguridad”. La Extranjera se dió cuenta de que este viejo consejo iba a permitirle olvidarse por un tiempo de poner bombillas nuevas.

    Cada día la Extranjera de pelo oscuro se paraba en el tercer piso. Al poco rato sus ojos se habían acostumbrado a la falta de luz y veía lo suficiente como para caminar con seguridad. Subía el último tramo de la escalera; cruzaba el rellano, llegaba a la puerta de su piso y entre el tacto, lo poco que lograba ver y la memoria, lograba meter la llave en la cerradura de arriba y luego en la de abajo. Ya tenía abierta la puerta metálica. Ahora tocaba la de madera, más fácil, sólo con una cerradura, un par de vueltas y ... ¡al fin en casa! Pura rutina.

    Una llamada de teléfono, unas palabras de alguien conocido y, de la noche a la mañana, la rutina de entrada, el rellano semivacío, la oscuridad controlada y la escalera de mano que subía hasta la buhardilla adquirieron otro sentido. Subía el último tramo de la escalera con la respiración a mil y sentía que la oscuridad ya no estaba bajo su control. El rellano, por mucho que sus ojos estuviesen acostumbrados, resultaba diferente; aquel armario ropero que alguien, siguiendo la costumbre local de utilizar las zonas comunes a modo de trastero, había dejado ahí en medio, daba miedo. Había que abrir la puerta del piso, de espaldas al armario y a la trampilla semiabierta que daba acceso a la buhardilla y, a la Extranjera le recorría la espalda una sensación fría. Era por culpa de aquella frase que le habían dicho al teléfono “Un día, cuando entres a tu piso, te encontrarás con que ellos están dentro, esperándote”.

    Entre el tacto, lo poco que lograba ver y la memoria, lograba meter la llave en la cerradura de arriba y luego en la de abajo. Ya tenía abierta la puerta metálica. Ahora tocaba la de madera, más fácil, sólo con una cerradura, un par de vueltas y ... empezaba rutina: encender la luz y mirar cada una de las habitaciones, por orden; una, otra... y, antes de llegar a la última, los latidos podían casi escucharse. Última puerta abierta, nadie... ¡al fin en casa! Rutina.


    Serguei A. Luchishkin,  Se escapó el globo. 


    Me resulta imposible transmitir lo que se siente cuando, en tu ausencia, hay personas que entran en tu casa; cuando te lo dicen y cuando dejan pruebas de ello. Cuando sabes que tocan tus cosas, todas, absolutamente todas. Cuando tu intimidad no existe. Y me resulta también imposible transmitir el pánico que se experimenta cuando una de esas personas te dice que, un día llegarás a tu casa y ellos estarán dentro esperándote; y cuando te han demostrado previamente que tienen medios para hacerlo. Y la rabia, y la impotencia y ...


    ...

    Por si acabas de incorporarte a la historia:

      

    jueves, 7 de octubre de 2010

    Al aeropuerto, por favor.


    Tan feliz, con mis maletas camino al aeropuerto. Me tocaba viaje a España, uno de esos viajes para pocos días. Salía de casa, iba bien de tiempo, pero con maletas; así que, para llegar a la Terminal 2, tenía que usar la “combinación B”, taxi + microbús. (La “combinación A”, metro + microbús, es para mucho tiempo y poco equipaje y, en caso de mucho equipaje y poco tiempo, toca la “combinación” C. Si voy directa desde el trabajo, esto ya es otro cantar: entonces entra en la categoría de deportes de riesgo – mi avión sale dos horas después de que finaliza mi jornada laboral-).

    Iba muy bien de tiempo, así que no hacía falta llamar a un taxi oficial; podía parar uno pirata en la calle (en mi país adoptivo se para cualquier coche particular y se acuerda un precio). Una vez que mi voluminoso equipaje y yo estábamos ya dentro del coche, el conductor empieza a darme conversación. Lo normal en estos casos, sobre todo si eres extranjera, es que te interroguen. Afortunadamente ya me sé el cuestionario y llevo ya todas las respuestas inventadas de antemano.

    - ¿A casa?
    - Sí, a casa. Salgo para España.

    Y empieza a desviarse del guión previsto. Me pregunta que si tenía un piso alquilado. Sigue con las preguntas: que cuánto pagaba. Como no tenía muchas ganas de contestar a esa pregunta y tampoco era como para dar una contestación tajante, me fuí por las ramas y dije una pequeña mentirijilla: que no lo sabía, que de eso se ocupaba mi empresa. Y... sigue el interrogatorio: que si yo no le podía dar el teléfono de mi casero. Bueno, esto ya era el colmo. ¿Acaso este buen hombre quería echarme de mi casa?. “Es que, verá, mi mujer y yo estamos buscando un piso”, ahora ya no me cabían dudas, ¡qué morro! Querían quedarse con mi apartamento, con lo que me costó encontrarlo y lo engorrosa que fue la mudanza. Aquello empezaba a no gustarme mucho. De todos modos, yo quería llegar al aeropuerto, mis maletas iban en su maletero (lo cual descartaba toda posibilidad de bajarme del coche en el primer semáforo), sólo me quedaba la vía diplomática: “Verá, es que mi casero no tiene más pisos para alquilar; el que yo vivo es el único que tenía disponible y … ahora, de momento, lo ocupo yo. Pienso que su teléfono no va a serle a usted muy útil”. El taxista me escucha detenidamente y con su mejor cara de “¡vaya malentendido!” me dice:

    - Como me ha dicho que salía para España y con todo ese equipaje... yo creía que usted regresaba definitivamente. 


    En aquel momento mis ojos se abrieron y conocí la Gran Verdad:
    Suelo viajar con demasiado equipaje.







    viernes, 1 de octubre de 2010

    Por qué me fuí tan lejos.

    De pequeña estaba fascinada por una licorera musical que había en casa. Le daba cuerda y ... sonaba una melodía popular de un país lejano. Pasaba las horas muertas escuchándola...

    Hace ya más de diez años que la melodía y yo vivimos en el mismo país.



    Nikolai K. Roerich, Hay inmensas tierras al otro lado del mar.