La veo cuando voy al supermercado. Suele andar por ahí, junto a las cajas, por la parte de fuera. De una edad indefinida, ya más allá de los setenta. Sonríe de lejos y saluda si me ve ella primero; otras veces soy yo la que la veo antes y le digo algo. Un día hace un pequeño comentario; otro, una sonrisa y algún gesto... o... aquella vez que me ayudó con una col que se me iba a caer de la bolsa. Es una de esas personas habituales en mi día a día: como la señora del quiosco, o que me vende el pan. Sólo que ella no tiene un negocio, ni siquiera trabaja en el de otra persona; eso fue hace años y ahora... el dinero no alcanza.
Recibe la ayuda de los demás con una actitud sabia. Ha logrado que nadie la ayude por pena, sino porque... ayudarla apetece, es agradable. Un dinero cambia de manos, pero no es una limosna (no me gusta nada esta palabra, pero no se me ocurre otra mejor), yo no le doy nada; hago un trueque: una parte de las vueltas de mi compra, a cambio de unas palabras agradables y una sonrisa sincera.
Simplemente, ella ha aprendido bien una de las lecciones más difíciles de la vida: dejarse ayudar.
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