Ambicioso, mediocre y sin escrúpulos. Mariano tenía el perfil perfecto para ese puesto de agente especial "con conciencia para matar". Era el Jefe de las Ratas (así es como, "en familia" se conoce a los especiales) en las cloacas de La Oficina. Alrededor de treinta mil al mes, por un trabajo cómodo. Al fin lo había conseguido. Sintió que lo tenía casi todo.
Pero... un día se torcieron las cosas. Fue en una recepción informal, en la Residencia de aquel Embajador centroeuropeo cuyo nombre nunca lograba pronunciar de manera inteligible. Su mujer le miraba insistentemente a la vez que movía los labios, como si quisiera decirle algo. Seguro que llevaba la corbata torcida o quizá una gotita de vino en la camisa...Comprobó discretamente su atuendo y ... todo estaba en orden. Pero ella seguía, parecía ansiosa. Sólo cuando ella apoyó la yema del dedo índice en la sien y empezó a hacer ese gesto como de girar una tuerca... sólo entonces se dio cuenta de la situación. Mariano se tocó la sien, suavemente, en ese punto en el que hacía un rato que sentía un picor extraño; tenía un curioso bultito redondo, frío y de tacto metálico. Se disculpó nervioso y fue hacia el baño. Sus compañeros ocasionales de charla: el Agregado Militar de los ojos rasgados, el gerente de la multinacional de azulejos, el diplomático joven y la corresponsal del periódico conservador, se quedaron, por un momento, sin saber qué decir. Luego continuaron con su charla, aparentemente intrascendente y siguieron investigándose unos a otros.
En el baño, Mariano se miró al espejo. Su sangre fría de Rata estaba hirviendo. Unas gotas de sudor le resbalaban por la cara... Se tocó la sien ... no podía ser. Ya se lo habían advertido cuando entró a formar parte de las Ratas. Tarde o temprano, les sucedía a todos; aunque él se decía a sí mismo que, en su caso, iba a ser diferente. Pero... ahí estaba. Aquel tornillo. Empezaba a salirse. Les pasaba a todos, tras un tiempo, empezaban a perder tornillos. Se les caían en cualquier momento, a veces se daban cuenta, otras no. Temblando metió la mano en un bolsillo y sacó el pequeño destornillador que utilizaba para abrir cerraduras.
Se dio cuenta de que era la primera vez en su vida que lo usaba para atornillar y se le dibujó en el espejo una mueca sardónica.
Lo que vino después ya se lo esperaba. Empezó a tener molestias en la cabeza; incluso dolores. A veces notaba el cráneo desencajado, sobre todo cuando masticaba algo duro. Los tornillos se caían, eso sí de manera todavía controlada, casi siempre por la noche. Cada mañana aparecían unos cuantos en la almohada. Pacientemente los recogía y, con sumo cuidado volvía a colocárselos en su sitio.
Iba a peor. Aquellas condenadas piezas metálicas no se conformaban con caerse de manera controlada, por las noches; sino que cualquier momento era bueno para escaparse de la cabeza de Mariano. Por la calle, en el coche, en el trabajo... De vez en cuando, alguien se daba cuenta y lo miraba de manera rara.
Se había levantado de muy mal humor. Cada vez que movía la cabeza, el craneo chirriaba. Ese constante ruidillo de bisagra mal engrasada; esos pinchazos, de repente... No podía más. Ya se lo había dicho el médico de La Cloaca, el que sólo curaba a las Ratas: necesitaba un trasplante de tornillos, ¡ya! Por primera vez en su vida, no sabía qué hacer. Tenía que encontrar un donante compatible y no era cosa fácil. Esa información no podía obtenerse escuchando conversaciones telefónicas o interceptando correos electrónicos. ¿Dónde estaría? En algún sitio tenía que haber un donante de tornillos, uno compatible.
Un donante... tal vez estuviese viviendo una pesadilla... la cabeza le dolía... encima, ese día, por si fuera poco, tenía trabajo. Quién sabe, a veces, el trabajo despeja la cabeza y aparta, por un rato, los problemas... Abrió la agenda. Le tocaba ir a casa de la secretaria esa de la oficina. No le sobraba el tiempo. Tenía que llegar, abrir, comprobar los micrófonos, inspeccionar... todo eso costaba un buen rato y había que hacerlo mientras ella estaba trabajando... ¡qué nostalgia! recordaba la primera vez que le tocó abrir una casa... hace ya de eso unos años... aquella sensación de hacer algo prohibido... esa mezcla tan excitante de delito e impunidad... y ahora... era el Jefe de las Ratas... Volvía a dolerle la cabeza... se mareaba un poco... oyó un ruido como de moneda cayendo al suelo... ¿En qué estaba pensando? ¡Otro pinchazo!
Era ese edificio, el alto de hormigón... Había llegado. Se miró el reloj. Aún tenía tiempo. Entró al patio, subió las escaleras. Lo de siempre... En el espejo del ascensor se vio muy pálido...Algo metálico acababa de caerse al suelo. La puerta se abrió en el quinto y dejó que los pies, que tan bien conocían el camino, lo llevasen...Abrió la cerradura, sin esfuerzo. Eran ya muchos años y muchas cerraduras los que llevaba en las Ratas.
Todo estaba casi igual que en la última visita. Bueno, tampoco hacía tanto... no había dado tiempo a grandes cambios. Frente a la entrada, la puerta del cuarto de estar, entreabierta. Pasó de largo; dobló la esquina y se dirigió al fondo, a la cocina.
Abrió la puerta y... vio frente a él aquel taburete azul intenso. Un tornillo plateado, con la cabeza estrellada resplandecía en una de las esquinas... Cabeza de estrella, calibre cuatro, quizá cuatro y medio. Tenía que haber otros tres, uno en cada esquina. Y los que sujetan los travesaños, no se ven, pero tienen que estar y los de debajo del asiento... Mariano, con ojos de depredador y una sonrisa que daba miedo, investigaba el taburete.
Pero... un día se torcieron las cosas. Fue en una recepción informal, en la Residencia de aquel Embajador centroeuropeo cuyo nombre nunca lograba pronunciar de manera inteligible. Su mujer le miraba insistentemente a la vez que movía los labios, como si quisiera decirle algo. Seguro que llevaba la corbata torcida o quizá una gotita de vino en la camisa...Comprobó discretamente su atuendo y ... todo estaba en orden. Pero ella seguía, parecía ansiosa. Sólo cuando ella apoyó la yema del dedo índice en la sien y empezó a hacer ese gesto como de girar una tuerca... sólo entonces se dio cuenta de la situación. Mariano se tocó la sien, suavemente, en ese punto en el que hacía un rato que sentía un picor extraño; tenía un curioso bultito redondo, frío y de tacto metálico. Se disculpó nervioso y fue hacia el baño. Sus compañeros ocasionales de charla: el Agregado Militar de los ojos rasgados, el gerente de la multinacional de azulejos, el diplomático joven y la corresponsal del periódico conservador, se quedaron, por un momento, sin saber qué decir. Luego continuaron con su charla, aparentemente intrascendente y siguieron investigándose unos a otros.
En el baño, Mariano se miró al espejo. Su sangre fría de Rata estaba hirviendo. Unas gotas de sudor le resbalaban por la cara... Se tocó la sien ... no podía ser. Ya se lo habían advertido cuando entró a formar parte de las Ratas. Tarde o temprano, les sucedía a todos; aunque él se decía a sí mismo que, en su caso, iba a ser diferente. Pero... ahí estaba. Aquel tornillo. Empezaba a salirse. Les pasaba a todos, tras un tiempo, empezaban a perder tornillos. Se les caían en cualquier momento, a veces se daban cuenta, otras no. Temblando metió la mano en un bolsillo y sacó el pequeño destornillador que utilizaba para abrir cerraduras.
Se dio cuenta de que era la primera vez en su vida que lo usaba para atornillar y se le dibujó en el espejo una mueca sardónica.
...
Lo que vino después ya se lo esperaba. Empezó a tener molestias en la cabeza; incluso dolores. A veces notaba el cráneo desencajado, sobre todo cuando masticaba algo duro. Los tornillos se caían, eso sí de manera todavía controlada, casi siempre por la noche. Cada mañana aparecían unos cuantos en la almohada. Pacientemente los recogía y, con sumo cuidado volvía a colocárselos en su sitio.
Iba a peor. Aquellas condenadas piezas metálicas no se conformaban con caerse de manera controlada, por las noches; sino que cualquier momento era bueno para escaparse de la cabeza de Mariano. Por la calle, en el coche, en el trabajo... De vez en cuando, alguien se daba cuenta y lo miraba de manera rara.
...
Un donante... tal vez estuviese viviendo una pesadilla... la cabeza le dolía... encima, ese día, por si fuera poco, tenía trabajo. Quién sabe, a veces, el trabajo despeja la cabeza y aparta, por un rato, los problemas... Abrió la agenda. Le tocaba ir a casa de la secretaria esa de la oficina. No le sobraba el tiempo. Tenía que llegar, abrir, comprobar los micrófonos, inspeccionar... todo eso costaba un buen rato y había que hacerlo mientras ella estaba trabajando... ¡qué nostalgia! recordaba la primera vez que le tocó abrir una casa... hace ya de eso unos años... aquella sensación de hacer algo prohibido... esa mezcla tan excitante de delito e impunidad... y ahora... era el Jefe de las Ratas... Volvía a dolerle la cabeza... se mareaba un poco... oyó un ruido como de moneda cayendo al suelo... ¿En qué estaba pensando? ¡Otro pinchazo!
Era ese edificio, el alto de hormigón... Había llegado. Se miró el reloj. Aún tenía tiempo. Entró al patio, subió las escaleras. Lo de siempre... En el espejo del ascensor se vio muy pálido...Algo metálico acababa de caerse al suelo. La puerta se abrió en el quinto y dejó que los pies, que tan bien conocían el camino, lo llevasen...Abrió la cerradura, sin esfuerzo. Eran ya muchos años y muchas cerraduras los que llevaba en las Ratas.
Todo estaba casi igual que en la última visita. Bueno, tampoco hacía tanto... no había dado tiempo a grandes cambios. Frente a la entrada, la puerta del cuarto de estar, entreabierta. Pasó de largo; dobló la esquina y se dirigió al fondo, a la cocina.
Abrió la puerta y... vio frente a él aquel taburete azul intenso. Un tornillo plateado, con la cabeza estrellada resplandecía en una de las esquinas... Cabeza de estrella, calibre cuatro, quizá cuatro y medio. Tenía que haber otros tres, uno en cada esquina. Y los que sujetan los travesaños, no se ven, pero tienen que estar y los de debajo del asiento... Mariano, con ojos de depredador y una sonrisa que daba miedo, investigaba el taburete.
Varvara Bubnova, Tras la puerta verde.
Metió la mano en el bolsillo, sacó el destornillador y empuñándolo, se acercaba lentamente al taburete. Tenía un brillo extraño en los ojos y se le torcía la sonrisa mientras mascullaba:
Compatible... compatible... es compatible...
...........................................................
...........................................................
Un buen día, al poco de llegar a casa, descubrí que mis queridos taburetes azules habían "perdido" parte de los tornillos. No es que sea especialmente maniática con estas cosas... pero... lo de sentarme en una banqueta que baila a uno y otro lado... Pensé que debería enfadarme, que, al fin y al cabo, alguien (¿los especiales/ratas?) había vuelto a entrar en mi casa cuando yo no estaba. Pero, me daba tanta pereza enfadarme, estar enfadada, desenfadarme... ¡Agotador! Así que me decidí por algo mucho más descansado: inventar una historia de tornillos, taburetes y Ratas.
Por cierto... ¿alguien tiene alguna idea acerca de quién puede tener mis tornillos???? ;)
...........................................................
Por si acabas de incorporarte a la historia: