La mía era una casa de final de los años cuarenta; una casa bonita, con peldaños anchos en la escalera y moldura en el techo del último piso; las zonas comunes, desvencijadas y mal cuidadas (como tantas casas viejas en Ciudadadoptiva) trataban de ocultar su encanto de tiempos pasados bajo capas de pintura verde oscuro. Vivía en el último piso, un cuarto sin ascensor. En mi rellano había una escalera de mano que llevaba hasta la buhardilla; una bombilla que siempre se fundía (yo era a la que casi siempre le tocaba ocuparse de llamar para que pusiesen una nueva) y unos cuantos trastos del vecino de enfrente.
El piso no estaba mal del todo. Lo acababan de reformar; lo que significaba baño y cocina nuevos. Me gustaban las habitaciones, enormes y con techos altos, pintadas de colorines imposibles para nuestro gusto mediterráneo. Los muebles eran pocos y feos, pero sin estrenar, y, en una de las habitaciones, había una curiosa lámpara de pie de esas que no te deja indiferente. Tenía un balcón, que en invierno se llenaba de nieve y un pequeño trastero dentro del piso.
No habían puesto mucho esmero al realizar la instalación eléctrica. No había antena de televisión, así que tuve que hacerme con una de esas con forma de ventilador con cuernos, y, cada vez que la movía un poco al limpiar el polvo, se desconfiguraba. Y eso, por no hablar del diferencial que estaba en el vestíbulo: una auténtica pieza de anticuario. De vez en cuando, mi casa adquiría un aire romántico, iluminada con velas; hasta que, de repente, volvía la corriente eléctrica y estropeaba el momento. Un buen día, los caseros se decidieron a cambiar el diferencial y tengo que confesar que me quedé las piezas que quitaron; sé que suena extraño, pero es que eran una auténtica rareza, supongo que eran los de obra; al final, acabaron en manos de un amigo mío que, por alguna inexplicable razón, sintió por ellas un amor a primera vista. Los enchufes eran un tema aparte. Estaban medio sueltos. Tanto es así que desenchufar el frigorífico sin arrancar el enchufe de la pared era todo un arte.
No vivía mal con mis colorines en las paredes y mi antena “ventilador con cuernos”. Al desenchufar algo, lo hacía con cuidado y, como siempre duermo con los ojos cerrados, la lámpara de pie no me causaba pesadillas.
Los vecinos del rellano eran: el Siempre Borracho y su mujer; la Pareja Ruidosa y una Familia un tanto Peculiar. Y... yo misma, la rara de la planta: la Extranjera de pelo oscuro que vivía sola y que seguro que trabajaba como periodista (es curioso, mucha gente en Paísadoptivo cree que trabajo como periodista). Una mezcla heterogénea, pero, total, como no nos veíamos mucho... Además, ¡seguro que no fue ninguno de ellos el que me robó el felpudo nuevo!
Nuestra armonía familiar se fue rompiendo poco a poco. A la Familia Peculiar le sustituyó una Nueva Familia enorme y también Peculiar. El Siempre Borracho y su mujer y la Pareja Ruidosa se fueron a la vez. Y la Extranjera de pelo oscuro hacía ya tiempo que había colocado la alfombrilla para limpiarse los zapatos dentro del piso.
Alguien compró los dos pisos vacíos: el del Siempre Borracho y el de los Ruidosos. El rellano estaba semivacío: los Nuevos Peculiares (gente oscura y de preguntas impertinentes), la Extranjera y las obras de los pisos desocupados. La bombilla se fundía a todas horas, más que nunca, y la Extranjera empezaba a darse cuenta de que resultaba inútil pasarse el tiempo llamando al Señor Manitas, porque cambiaba la bombilla por la tarde y, al día siguiente, cuando ella regresaba del trabajo, el rellano estaba otra vez oscuro. “Párate un momento, cuando llegues a la parte oscura; quédate quieta hasta que te acostumbres a la falta de luz y entonces podrás ver lo suficiente como para caminar con seguridad”. La Extranjera se dió cuenta de que este viejo consejo iba a permitirle olvidarse por un tiempo de poner bombillas nuevas.
Cada día la Extranjera de pelo oscuro se paraba en el tercer piso. Al poco rato sus ojos se habían acostumbrado a la falta de luz y veía lo suficiente como para caminar con seguridad. Subía el último tramo de la escalera; cruzaba el rellano, llegaba a la puerta de su piso y entre el tacto, lo poco que lograba ver y la memoria, lograba meter la llave en la cerradura de arriba y luego en la de abajo. Ya tenía abierta la puerta metálica. Ahora tocaba la de madera, más fácil, sólo con una cerradura, un par de vueltas y ... ¡al fin en casa! Pura rutina.
Una llamada de teléfono, unas palabras de alguien conocido y, de la noche a la mañana, la rutina de entrada, el rellano semivacío, la oscuridad controlada y la escalera de mano que subía hasta la buhardilla adquirieron otro sentido. Subía el último tramo de la escalera con la respiración a mil y sentía que la oscuridad ya no estaba bajo su control. El rellano, por mucho que sus ojos estuviesen acostumbrados, resultaba diferente; aquel armario ropero que alguien, siguiendo la costumbre local de utilizar las zonas comunes a modo de trastero, había dejado ahí en medio, daba miedo. Había que abrir la puerta del piso, de espaldas al armario y a la trampilla semiabierta que daba acceso a la buhardilla y, a la Extranjera le recorría la espalda una sensación fría. Era por culpa de aquella frase que le habían dicho al teléfono “Un día, cuando entres a tu piso, te encontrarás con que ellos están dentro, esperándote”.
Entre el tacto, lo poco que lograba ver y la memoria, lograba meter la llave en la cerradura de arriba y luego en la de abajo. Ya tenía abierta la puerta metálica. Ahora tocaba la de madera, más fácil, sólo con una cerradura, un par de vueltas y ... empezaba rutina: encender la luz y mirar cada una de las habitaciones, por orden; una, otra... y, antes de llegar a la última, los latidos podían casi escucharse. Última puerta abierta, nadie... ¡al fin en casa! Rutina.
Serguei A. Luchishkin, Se escapó el globo.
Me resulta imposible transmitir lo que se siente cuando, en tu ausencia, hay personas que entran en tu casa; cuando te lo dicen y cuando dejan pruebas de ello. Cuando sabes que tocan tus cosas, todas, absolutamente todas. Cuando tu intimidad no existe. Y me resulta también imposible transmitir el pánico que se experimenta cuando una de esas personas te dice que, un día llegarás a tu casa y ellos estarán dentro esperándote; y cuando te han demostrado previamente que tienen medios para hacerlo. Y la rabia, y la impotencia y ...
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